I
Cuando la santísima y gloriosa Madre de Dios y siempre virgen María iba, según su costumbre, cabe el sepulcro del Señor para quemar aromas y doblaba sus santas rodillas, solía suplicar a Cristo, hijo suyo y Dios nuestro, que se dignara venir hacia sí.
II
Mas, al notar los judíos la asiduidad con que se acercaba a la sagrada tumba, se fueron a los príncipes de los sacerdotes para decirles: «María viene todos los días al sepulcro». Estos llamaron a los guardias que habían puesto allí con objeto de impedir que alguien se acercara a orar junto al sagrado monumento y empezaron a hacer averiguaciones sobre si era verdad lo que con relación a ella se decía. Los guardias respondieron que nada semejante habían notado, pues, de hecho, Dios no les permitía percatarse de su presencia.
III
Cierto día que era viernes fue, como de costumbre, la santa (virgen) María al sepulcro. Y, mientras estaba en oración, acaeció que se abrieron los cielos y descendió hasta ella el arcángel Gabriel, el cual le dijo: «Dios te salve, ¡oh madre de Cristo nuestro Dios!, tu oración, después de atravesar los cielos, ha llegado hasta la presencia de tu Hijo y ha sido escuchada. Por lo cual abandonarás el mundo de aquí a poco y partirás, según tu petición, hacia las mansiones celestiales, al lado de tu Hijo, para vivir la vida auténtica y perenne».
IV
Y, oído esto de labios del santo arcángel, se volvió a la ciudad santa de Belén, teniendo junto a sí las tres doncellas que la atendían. Cuando hubo, pues, reposado un poco, se incorporó y dijo a éstas: «Traedme un incensario, que voy a ponerme en oración». Y ellas lo trajeron, según se le había mandado.
V
Después se puso a orar de esta manera: «Señor mío Jesucristo, que por tu extrema bondad tuviese a bien ser engendrado por mí, oye mi voz y envíame a tu apóstol Juan para que su vista me proporcione las primicias de la dicha. Mándame también a tus restantes apóstoles, a los que han volado ya hacia ti y a aquellos que todavía se encuentran en esta vida, de cualquier sitio donde estén, a fin de que, al verlos de nuevo, pueda bendecir tu nombre, siempre loable. Me siento animada porque tú atiendes a tu sierva en todas las cosas».
VI
Y, mientras ella estaba en oración, me presenté yo, Juan, a quien el Espíritu Santo arrebató y trajo en una nube desde Efeso, dejándome después en el lugar donde yacía la madre de mi Señor. Entré, pues, hasta donde ella se encontraba y alabé a su Hijo; después dije: «Salve, ¡oh madre de mi Señor, la que engendraste a Cristo nuestros Dios!; alégrate, porque vas a salir de este mundo muy gloriosamente».
VII
Y la santa madre de Dios loó a Dios porque yo, Juan, había llegado junto a sí, acordándose de aquella voz del Señor que dijo: «He aquí a tu madre y he aquí a tu hijo» [In, 19, 26 s.]. En esto vinieron las tres jóvenes y se postraron ante ella.
VIII
Entonces se dirigió a mí la santa madre de Dios, diciéndome: «Ponte en oración y echa incienso». Yo oré de esta manera: «¡Oh Señor Jesucristo, que has obrado [tantas] maravillas!, obra alguna también en este momento, a vista de aquella que te engendró; salga tu madre de esta vida y sean abatidos los que te crucificaron y los que no creyeron en ti».
IX
Después que hube dado por terminada mi oración, me dijo la santa [virgen] María: «Tráeme el incensario». Y, tomándolo ella, exclamó: «Gloria a ti, Dios y Señor mío, porque ha tenido cumplimiento en mí todo aquello que prometiste antes de subir a los cielos, que, cuando fuera yo a salir de este mundo, vendrías tú a mi encuentro lleno de gloria y rodeado de multitud de ángeles».
X
Entonces yo, Juan, le dije a mi vez: «Ya está para venir Jesucristo, Señor y Dios nuestro; y tú vas a verle, según te lo prometió». A lo que repuso la santa madre de Dios: «Los judíos han hecho juramento de quemar mi cuerpo cuando yo muera». Yo respondí: «Tu santo y precioso cuerpo no ha de ver la corrupción». Ella entonces replicó: «Anda, toma el incensario, echa incienso y ponte en oración». Y vino una voz desde el cielo diciendo amén.
XI
Yo, por mi parte, oí esta voz, y el Espíritu Santo me dijo: «Juan, ¿has oído esa voz que ha sido emitida en el cielo después de terminada la oración?» Yo le respondí: «Efectivamente; sí que la he oído». Entonces añadió el Espíritu Santo: «Esta voz que has escuchado es señal de la llegada inminente de tus hermanos los apóstoles y de las santas jerarquías, pues hoy se van a dar cita aquí».
XII
Yo, Juan, me puse entonces a orar. Y el Espíritu Santo dijo a los apóstoles: «Venid todos en alas de las nubes desde los [últimos] confines de la tierra y reuníos en la santa ciudad de Belén para asistir a la madre de Nuestro Señor Jesucristo, que está en conmoción: Pedro desde Roma, Pablo desde Tiberia, Tomás desde el centro de las Indias, Santiago desde Jerusalén».
XIII
Andrés, el hermano de Pedro, y Felipe, Lucas y Simón Cananeo, juntamente con Tadeo, los cuales habían muerto ya, fueron despertados de sus sepulcros por el Espíritu Santo. Este se dirigió a ellos y les dijo: «No creáis que ha llegado ya la hora de la resurrección. La causa por la que surgís en este momento de vuestras tumbas es que habéis de ir a rendir pleitesía a la madre de vuestro Salvador y Señor Jesucristo, tributándole un homenaje maravilloso; pues ha llegado la hora de su salida [de este mundo] y de su partida para los cielos».
XIV
También Marcos, vivo aún, llegó de Alejandría juntamente con los otros, [llegados], como se ha dicho, de todos los países. Pedro, arrebatado por una nube, estuvo en medio del cielo y de la tierra sostenido por el Espíritu Santo, mientras los demás apóstoles eran a su vez arrebatados también sobre las nubes para encontrarse juntamente con Pedro. Y así, de esta manera, como queda dicho, fueron llegando todos a la vez por obra del Espíritu Santo.
XV
Después entramos en el lugar donde estaba la madre de nuestro Dios y, postrados en actitud de adoración, le dijimos: «No tengas miedo ni aflicción. El Señor Dios, a quien tú alumbraste, te sacará de este mundo gloriosamente». Y ella, regocijándose en Dios su salvador, se incorporó en el lecho y dijo a los apóstoles: «Ahora sí que creo que viene ya desde el cielo nuestro Dios y maestro, a quien voy a contemplar, y que he de salir de esta vida de la misma manera con que os he visto presentaros a vosotros aquí. Quiero [ahora] que me digáis cómo ha sido para venir en conocimiento de mi partida y presentaros a mí y de qué países y latitudes habéis venido, ya que tanta prisa os habéis dado en visitarme. Aunque habéis de saber que no ha querido ocultármelo mi Hijo, nuestro Señor Jesucristo y Dios universal, pues estoy firmemente persuadida, incluso en el momento presente, de que Él es el Hijo del Altísimo».
XVI
Pedro entonces se dirigió a los apóstoles en estos términos: «Cada uno de nosotros, de acuerdo con lo que nos ha anunciado y ordenado el Espíritu Santo, dé información a la madre de Nuestro Señor».
XVII
Yo, Juan, por mi parte, respondí y dije: «Me encontraba en Efeso, y, mientras me acercaba al santo altar para celebrar los oficios, el Espíritu Santo me dijo: Ha llegado a la madre de tu Señor la hora de partir; ponte [pues] en camino de Belén para ir a despedirla. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me puso en la puerta de la casa donde tú yaces».
XVIII
Pedro respondió: «También yo, cuando me encontraba en Roma, oí una voz de parte del Espíritu Santo, la cual me dijo: La madre de tu Señor, habiendo ya llegado su hora, está para partir; ponte [pues] en camino de Belén para despedirla. Y he aquí que una nube luminosa me arrebató. Y pude ver también a los demás apóstoles que venían hacia mí sobre las nubes y percibí una voz que decía: Marchaos todos a Belén».
XIX
Pablo, a su vez, respondió y dijo: «También yo, mientras me encontraba en una ciudad a poca distancia de Roma, llamada tierra de los Tiberios, oí al Espíritu Santo que me decía: La madre de tu Señor está para abandonar este mundo y emprender por medio de la muerte su marcha a los cielos; ponte [pues] tu también en camino de Belén para despedirla. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me puso en el mismo sitio en que a vosotros».
XX
Tomás, por su parte, respondió y dijo: «También yo me encontraba recorriendo el país de los indios, y la predicación iba afianzándose con la gracia de Cristo [hasta el punto de que] el hijo de la hermana del rey, por nombre Lavdán, estaba para ser sellado (con el bautismo) por mí en el palacio, cuando de repente el Espíritu Santo me dijo: Tú, Tomás, preséntate también en Belén para despedir a la madre de tu Señor, pues está para efectuar su tránsito a los cielos. Y en esto una nube luminosa me arrebató y me trajo a vuestra presencia».
XXI
Marcos, a su vez, respondió y dijo: «Yo me encontraba en la ciudad de Alejandría celebrando el oficio de tercia, y mientras oraba, el Espíritu Santo me arrebató y me trajo a vuestra presencia».
XXII
Santiago respondió y dijo: «Mientras me encontraba yo en Jerusalén, el Espíritu Santo me intimó esta orden: Márchate a Belén, pues la madre de tu Señor está para partir. Y una nube luminosa me arrebató y me puso en vuestra presencia».
XXIII
Mateo, por su parte, respondió y dijo: «Yo alabé y continúo alabando a Dios porque, estando lleno de turbación al encontrarme dentro de una nave y ver la mar alborotada por las olas, de repente vino una nube luminosa e hizo sombra sobre la furia del temporal, poniéndolo en calma; después me tomó a mí y me puso junto a vosotros».
XXIV
Respondieron, a su vez, los que habían marchado anteriormente y narraron de qué manera se habían presentado. Bartolomé dijo: «Yo me encontraba en la Tebaida predicando la palabra, y he aquí que el Espíritu Santo se dirigió a mí en estos términos: La madre de tu Señor está para partir; ponte, pues, en camino de Belén para despedirla. Y he aquí que una nube luminosa me arrebató y me trajo hasta vosotros».
XXV
Todo esto dijeron los apóstoles a la santa madre de Dios: cómo y de qué manera habían efectuado el viaje. Y luego ella extendió sus manos hacia el cielo y oró diciendo: «Adoro, ensalzo y glorifico tu celebradísimo nombre, pues pusiste tus ojos en la humildad de tu esclava e hiciste en mí cosas grandes, tú que eres poderoso. Y he aquí que todas las generaciones me llamarán bienaventurada [Lc 1, 48]».
XXVI
Y cuando hubo acabado su oración, dijo a los apóstoles: «Echad incienso y poneos en oración». Y, mientras ellos oraban, se produjo un trueno en el cielo y se dejó oír una voz terrible, como [el fragor de] los carros. Y en esto [apareció] un nutrido ejército de ángeles y potestades y se oyó una voz como [la] del Hijo del hombre. Al mismo tiempo, los serafines circundaron en derredor la casa donde yacía la santa e inmaculada virgen y madre de Dios. De manera que cuantos estaban en Belén vieron todas estas maravillas y fueron a Jerusalén anunciando todos los portentos que habían tenido lugar.
XXVII
Y sucedió que, después que se produjo aquella voz, apareció de repente el sol y, asimismo, la luna alrededor de la casa. Y un grupo de primogénitos de los santos se presentó en la casa donde yacía la madre del Señor para honra y gloria de ella. Y vi también que tuvieron lugar muchos milagros: ciegos que volvían a ver, sordos que oían, cojos que andaban, leprosos que quedaban limpios y posesos de espíritus inmundos que eran curados. Y todo el que se sentía aquejado de alguna enfermedad o dolencia, tocaba por fuera el muro [de la casa] donde yacía y gritaba: «Santa María, madre de Cristo, nuestro Dios, ten compasión de nosotros». E inmediatamente se sentían curados.
XXVIII
Y grandes multitudes procedentes de diversos países, que se encontraban en Jerusalén por motivo de oración, oyeron [hablar de] los portentos que se obraban en Belén por mediación de la madre del Señor y se presentaron en aquel lugar suplicando la curación de diversas enfermedades: cosa que obtuvieron. Y aquel día se produjo una alegría inenarrable, mientras la multitud de los curados y de los espectadores alaban a Cristo nuestro Dios y a su madre. Y Jerusalén entera, de vuelta de Belén, festejaba cantando salmos e himnos espirituales.
XXIX
Los sacerdotes de los judíos, por su parte, y todo su pueblo, estaban extáticos de admiración por lo ocurrido. Pero, dominados por una violentísima pasión y después de haberse reunido en consejo, llevados por su necio raciocinio, decidieron atentar contra la santa madre de Dios y contra los santos apóstoles que se encontraban en Belén. Mas, habiéndose puesto en camino de Belén la turba de los judíos y a distancia como de una milla, acaeció que se les presentó a éstos una visión terrible y quedaron con los pies [como] atados y marcharon hacia sus connacionales y narraron a los príncipes de los sacerdotes por entero la terrible visión.
XXX
Mas aquéllos, requemados más aún para la ira, se fueron a presencia del gobernador gritando y diciendo: «La nación judía se ha venido abajo por causa de esta mujer; échala fuera de Belén y de la comarca de Jerusalén». Mas el gobernador, sorprendido por los milagros, replicó: «Yo, por mi parte, no la expulsaré ni de Jerusalén ni de ningún otro lugar». Pero los judíos insistían dando voces y conjurándole por la incolumidad del césar Tiberio a que arrojase a los apóstoles fuera de Belén, [diciendo]: «Y, si no haces esto, daremos cuenta de ello al emperador». Entonces él se vio constreñido a enviar un quiliarco [jefe de mil] a Belén contra los apóstoles.
XXXI
Mas el Espíritu Santo dijo entonces a los apóstoles y a la madre del Señor: «He aquí que el gobernador ha enviado un quiliarco contra vosotros a causa de los judíos que se han amotinado. Salid, pues, de Belén y no temáis, porque yo os voy a trasladar en una nube a Jerusalén, y la fuerza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo está con vosotros».
XXXII
Levantáronse, pues, en seguida los apóstoles y salieron de la casa llevando la litera de [su] Señora, la madre de Dios, y dirigiendo sus pasos camino de Jerusalén. Mas al momento, de acuerdo con lo que había dicho el Espíritu Santo, fueron arrebatados por una nube y se encontraron en Jerusalén en casa de la Señora. Una vez allí, nos levantamos y estuvimos cantando himnos durante cinco días ininterrumpidamente.
XXXIII
Y cuando llegó el quiliarco a Belén, al no encontrar allí ni a la madre del Señor ni a los apóstoles, detuvo a los betlemitas, diciéndoles: «¿No sois vosotros los que habéis venido contando al gobernador y a los sacerdotes todos los milagros y portentos que se acaban de obrar y [le habéis dicho] que los apóstoles han venido de todos los países? ¿Dónde están, pues? Ahora poneos todos en seguida camino de Jerusalén para presentaros ante el gobernador». Es de notar que el quiliarco no estaba enterado de la retirada de los apóstoles y de la madre del Señor a Jerusalén. Prendió, pues, el quiliarco a los betlemitas y se presentó al gobernador para decirle que no había encontrado a nadie.
XXXIV
Cinco días después llegó a conocimiento del gobernador, de los sacerdotes y de toda la ciudad que la madre del Señor, en compañía de los apóstoles, se encontraba en su propia casa de Jerusalén, a causa de los portentos y maravillas que allí se obraban. Y una multitud de hombres, mujeres y vírgenes se reunieron gritando: «Santa virgen, madre de Cristo nuestro Dios, no te olvides del género humano».
XXXV
Ante estos acontecimientos, tanto el pueblo judío como los sacerdotes fueron aún más juguete de la pasión y, tomando leña y fuego, la emprendieron contra la casa donde estaba la madre del Señor en compañía de los apóstoles, con intención de hacerla pasto de las llamas. El gobernador contemplaba desde lejos el espectáculo. Mas, en el momento mismo en que llegaba el pueblo judío a la puerta de la casa, he aquí que salió súbitamente del interior una llamarada por obra de un ángel y abrasó a gran número de judíos. Con esto la ciudad entera quedó sobrecogida de temor y alababan al Dios que fue engendrado por ella.
XXXVI
Y cuando el gobernador vio lo ocurrido, se dirigió a todo el pueblo, diciendo a grandes voces: «En verdad, aquel que nació de la Virgen, a la que vosotros maquinabais perseguir, es hijo de Dios, pues estas señales son propias del verdadero Dios». Así pues, se produjo escisión entre los judíos, y muchos creyeron en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo a causa de los portentos realizados.
XXXVII
Y después de que se obraron estas maravillas por mediación de la madre de Dios y siempre virgen María, madre del Señor, mientras nosotros los apóstoles nos encontrábamos con ella en Jerusalén, nos dijo el Espíritu Santo: «Ya sabéis que en domingo tuvo lugar la anunciación del arcángel Gabriel a la virgen María, y que en domingo nació el Salvador en Belén, y que en domingo salieron los hijos de Jerusalén con palmas a su encuentro diciendo: ¡Hosanna en las alturas! Bendito el que viene en nombre del Señor [Mt 21, 9; Mc 11, 10], y que en domingo resucitó de entre los muertos, y que en domingo ha de venir a juzgar a vivos y muertos, y que en domingo [finalmente] ha de bajar de los cielos para honrar y glorificar [con su presencia] la partida de la santa y gloriosa virgen que le dio a luz».
XXXVIII
En este mismo domingo dijo la madre del Señor a los apóstoles: «Echad incienso, pues Cristo está ya viniendo con un ejército de ángeles». Y en el mismo momento se presentó Cristo sentado sobre un trono de querubines. Y, mientras todos nosotros estábamos en oración, aparecieron multitudes incontables de ángeles, y el Señor [estaba] lleno de majestad sobre los querubines. Y he aquí que se irradió un efluvio resplandeciente sobre la santa Virgen por virtud de la presencia de su Hijo unigénito, y todas las potestades celestiales cayeron en tierra y le adoraron.
XXXIX
El Señor se dirigió entonces a su madre y le dijo: «María». Ella respondió: «Aquí me tienes, Señor». Él le dijo: «No te aflijas; alégrese más bien y gócese tu corazón, pues has encontrado gracia para poder contemplar la gloria que me ha sido dada por mi Padre». La santa madre de Dios elevó entonces sus ojos y vio en Él una gloria tal, que es inefable a la boca del hombre e incomprensible.
El Señor permaneció a su lado y continuó diciendo: «He aquí que desde este momento tu cuerpo va a ser trasladado al paraíso, mientras que tu santa alma va a estar en los cielos, entre los tesoros de mi Padre, [coronada] de un extraordinario resplandor, donde [hay] paz y alegría [propia] de santos y ángeles y más aún».
XL
La madre del Señor respondió y le dijo: «Imponme, Señor, tu diestra y bendíceme». El Señor extendió su santa diestra y la bendijo. Ella la estrechó y la colmó de besos mientras decía: «Adoro esta diestra que ha creado el cielo y la tierra. Y ruego a tu nombre siempre bendecido, ¡oh Cristo Dios, Rey de los siglos, Unigénito del Padre!: recibe a tu sierva, tú que te has dignado encarnarte por medio de mí, la pobrecita, para salvar el género humano según tus inefables designios. Otorga a todo el que invoque o que ruegue o que [simplemente] haga mención del nombre de tu sierva».
XLI
Mientras ella decía esto, se acercaron los apóstoles a sus pies y, adorándola, le dijeron: «Deja, ¡oh madre del Señor!, una bendición al mundo, puesto que lo vas a abandonar. Pues ya lo bendijiste y lo resucitaste, perdido como estaba, al engendrar tú la luz del mundo». Y la madre del Señor, habiéndose puesto en oración, hizo esta súplica: «¡Oh, Dios, que por tu mucha bondad enviaste a tu unigénito Hijo para que habitara en mi humilde cuerpo y te dignaste ser engendrado de mí, la pobrecita!, ten compasión del mundo y de toda alma que invoca tu nombre».
XLII
Y oró de nuevo de esta manera: «¡Oh Señor, Rey de los cielos, Hijo de Dios vivo!, recibe a todo hombre que invoque tu nombre para que tu nacimiento sea glorificado». Después se puso a orar nuevamente, diciendo: «¡Oh Señor Jesucristo, que todo lo puedes en el cielo y en la tierra!, ésta es la súplica que dirijo a tu santo nombre: santifica en todo tiempo el lugar en que se celebre la memoria de mi nombre y da gloria a los que te alaban por mí, recibiendo de estos tales toda ofrenda, toda súplica y toda oración».
XLIII
Después que hubo orado de esta manera, el Señor dijo a su propia madre: «Alégrese y regocíjese tu corazón, pues toda clase de gracias y de dones te han sido dados por mi Padre celestial, por mí y por el Espíritu Santo. Toda alma que invoque tu nombre se verá libre de la confusión y encontrará misericordia, consuelo, ayuda y sostén en este siglo y en el futuro ante mi Padre celestial».
XLIV
Volviese entonces el Señor y dijo a Pedro: «Ha llegado la hora de dar comienzo a la salmodia». Y, entonando Pedro, todas las potencias celestiales respondieron el Aleluya. Entonces un resplandor más fuerte que la luz nimbó la faz de la madre del Señor y ella se levantó y fue bendiciendo con su propia mano a cada uno de los apóstoles. Y todos dieron gloria a Dios. Y el Señor, después de extender sus puras manos, recibió su alma santa e inmaculada.
XLV
Y en el momento de salir su alma inmaculada, el lugar se vio inundado de perfume y de una luz inefable. Y he aquí que se oyó una voz del cielo que decía: «Dichosa tú entre las mujeres». Pedro entonces, lo mismo que yo, Juan, y Pablo y Tomás, abrazamos a toda prisa sus santos pies para ser santificados. Y los doce apóstoles, después de depositar su santo cuerpo en el ataúd, se lo llevaron.
XLVI
En esto, he aquí que, durante la marcha, cierto judío llamado Jefonías, robusto de cuerpo, la emprendió impetuosamente contra el féretro que llevaban los apóstoles. Mas de pronto un ángel del Señor, con fuerza invisible, separó, sirviéndose de una espada de fuego, las dos manos de sus respectivos hombros y las dejó colgadas en el aire a los lados del féretro.
XLVII
Al obrarse este milagro, exclamó a grandes voces todo el pueblo de los judíos, que lo había visto: «Realmente es Dios el hijo que diste a luz, ¡oh madre de Dios y siempre Virgen María!». Y Jefonías mismo, intimidado por Pedro para que declarara las maravillas del Señor, se levantó detrás del féretro y se puso a gritar: «Santa María, tú que engendraste a Cristo Dios, ten compasión de mí». Pedro entonces se dirigió a él y le dijo: «En nombre de su Hijo, júntense las manos que han sido separadas de ti». Y, nada más decir esto, las manos que estaban colgadas junto al féretro donde yacía la Señora se separaron y se unieron de nuevo a Jefonías. Y con esto creyó él mismo y alabó a Cristo Dios, que fue engendrado por ella.
XLVIII
Obrado este milagro, llevaron los apóstoles el féretro y depositaron su santo y venerado cuerpo en Getsemaní, en un sepulcro sin estrenar. Y he aquí que se desprendía de aquel santo sepulcro de nuestra Señora, la madre de Dios, un exquisito perfume. Y por tres días consecutivos se oyeron voces de ángeles invisibles que alababan a su Hijo, Cristo nuestro Dios. Mas, cuando concluyó el tercer día, dejaron de oírse las voces, por lo que todos cayeron en la cuenta de que su venerable e inmaculado cuerpo había sido trasladado al paraíso.
XLIX
Verificado el traslado de éste, vimos de pronto a Isabel, la madre de San Juan Bautista, y a Ana, la madre de nuestra Señora, y a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a David que cantaban el Aleluya. Y vimos también a todos los coros de los santos que adoraban la venerable reliquia de la madre del Señor. Se nos presentó también un lugar radiante de luz, con cuyo resplandor no hay nada comparable. Y el sitio donde tuvo lugar la traslación de su santo venerable cuerpo al paraíso estaba saturado de perfume. Y se dejó oír la melodía de los que cantaban himnos a su Hijo, y era tan dulce cual solamente les es dado escuchar a las vírgenes; y era tal, que nunca llegaba a producir hartura.
L
Nosotros, pues, los apóstoles, después de contemplar súbitamente la augusta traslación de este santo cuerpo, nos pusimos a alabar a Dios por habernos dado a conocer sus maravillas en el tránsito de la madre de Nuestro Señor Jesucristo.
Por cuyas oraciones e intercesión seamos dignos de alcanzar el poder vivir bajo su cobijo, amparo y protección en este siglo y en el futuro, alabando en todo lugar y tiempo a su Hijo unigénito, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.